Este fue el artículo que publicó la revista Semana sobre el magnicidio del candidato presidencial y dirigente de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal, crimen que 25 años después de ocurrido sigue en la impunidad.
En estos últimos siete años, muchos crímenes políticos se han presentado en Colombia. Pero pocos han tenido la trascendencia y el impacto del asesinato del excandidato presidencial y jefe de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal, en octubre de 1987. Con su muerte, la guerra sucia, a nivel de asesinatos selectivos, llegó a un punto que años antes hubiera resultado inimaginable. Pero lejos de ser el final de esa historia de muertes, fue el preámbulo de una etapa aún más sangrienta caracterizada por asesinatos colectivos y la consolidación del paramilitarismo.
Jaime Pardo Leal sabía que lo iban matar. Su familia sabía que lo iban a matar. La Unión Patriótica sabía que lo iban a matar. Los periodistas sabían que lo iban a matar. El país entero sabía que lo iban a matar. Y finalmente lo mataron. Eran las 3:45 de la tarde del domingo 11 de octubre.
Como Jaime Pardo sabía que lo iban a matar, se había preocupado por comprar varios seguros de vida, y por abrir una cuenta a nombre de su señora, Gloria de Pardo, en la que ya tenía ahorrado lo suficiente para un año de mercado de su familia, según sus propias instrucciones.
Como su familia sabía que lo iban a matar, le seguían los pasos las 24 horas del día, lo regañaban cuando no se reportaba y hasta le habían hecho trasladar la oficina a la casa, donde su propia esposa le mecanografiaba sus memoriales.
Como la UP sabía que lo iban a matar, desde julio de este año le habían conseguido pasajes para que viajara por un tiempo a Cuba en compañía de su esposa y de su hijo más pequeño. Este viaje lo había aplazado ya varias veces, con la disculpa, frente a su familia, de que quería esperar a que sus dos hijos mayores salieran de la universidad. Pero a Carlos Ossa, el consejero presidencial, le confesó en alguna oportunidad que él no tenía intención de salir de Colombia, porque no quería abandonar su lucha política.
Como el gobierno sabía que lo iban a matar, desde que el 11 de julio de 1984 el sindicato de trabajadores de la Caja Agraria de Antioquia y Chocó reclamó protección para Pardo Leal, el DAS, el 24 de julio de ese mismo año, le ofreció sus servicios. Él quedó de ir al DAS, pero jamás fue. Para dejar constancia de su propósito, en oficio 1622 del 9 de agosto de 1984, el DAS le insistió en la escolta. Pardo no contestó el oficio. El 16 de agosto, el entonces jefe del DAS, general Álvaro Arenas, envió al jefe de escoltas de la institución, Nelson Napoleón Gutiérrez, para que convenciera a Pardo. Pero este le dijo: "Por ahora considero que no es del caso contar con la escolta. Si la situación se agrava, la pido". En cambio de la escolta pidió un arma, y así fue como se le expidió un salvoconducto para portar una pistola 7.35 mm que solo se atrevió a disparar, irónicamente, tres años después, el mismo día en el que lo mataron.
El 16 de marzo de 1986 el DAS le ofreció nuevamente a Pardo Leal servicios de seguridad como lo había hecho con los otros dos candidatos a la Presidencia de la República. Esta vez sí aceptó. Se le asignó entonces una escolta de 4 personas dotadas de una subametralladora, 4 revólveres, un radio y un vehículo. Esta escolta fue aumentada en mayo de este año con 5 guardaespaldas más de la Policía Judicial de la Procuraduría, a raíz de las denuncias de Pardo sobre la existencia de grupos paramilitares.
Pero además, contaba con gente de su propio movimiento político. Dos miembros de la UP habían sido asignados a su guardia personal. Así como Pardo Leal era uno de los hombres más amenazados del país, también era uno de los más custodiados.
Como los periodistas también sabían que lo iban a matar, no había entrevista en la que no le preguntaran sobre la muerte. Tanto es así, que muchos reporteros habían ya "saqueado" sus álbumes familiares, y venían recogiendo cuidadosamente toda su hoja de vida.
El país entero sabía que iban a matar a Jaime Pardo Leal. Por eso, cuando la cadena Todelar interrumpió su programación dominical para anunciar que había sido herido, los colombianos, aunque horrorizados, supieron que finalmente había cumplido su cita con la muerte.
El doctor Pardito
El sábado de ese fin de semana trágico, Jaime Pardo no hizo lo que usualmente hacía todos los sábados: reunirse con sus amigos a "echar carreta". Esa tarde, muy temprano, había recibido como parte de pago en un negocio judicial un televisor con control remoto. Eso después de haber sostenido una larguísima discusión sobre el electrodoméstico con su señora, porque mientras ella estaba loca de ganas por el televisor, a él no le parecía bien recibir honorario en especie.
Al medio día, Pardo recibió la llamada de rigor del jefe de escoltas del DAS, para preguntarle sobre los planes para el fin de semana. Eran las 12:15, y según el guardaespaldas se lo relató a SEMANA, "estaba comiendo, porque lo escuché como masticar. ¿Algo para estos días, doctor?, le pregunté. Él me contestó: no señor. Entonces lo estoy llamando, le dije. No era extraño que muchos fines de semana Pardo prefiriera despachar a su escolta y quedarse solo. Consideraba que los guardaespaldas también tenían derecho a su vida familiar y, además, no se sentía cómodo con ellos. Esto lo confirma uno de los detectives del DAS que lo acompañó durante 18 meses: "El doctor no estaba acostumbrado al servicio del escolta. Me decía que había perdido su libertad. A ratos se nos perdía y teníamos que buscarlo; de pronto nos citaba a cierta hora y no aparecía por ningún lado. Yo creo que además de querer resguardar su vida privada, ellos tenían sus reuniones y contactos políticos a los que el doctor Pardo no le gustaba llevarlos".
Pero Pardo sí tenía planes para el fin de semana. Pensaba viajar temprano en la mañana del domingo, para estar de regreso antes de las cinco de la tarde, pues quería asistir al compromiso matrimonial de Álvaro Salazar, el tercero de la coordinadora de la UP.
A las 7:30 de la mañana del domingo, llegó William, el escolta personal que le había puesto la UP, al apartamento de Colseguros. Todos excepto Fernando, el hijo menor de 11 años, estaban listos para el viaje. Le ofrecieron un café con leche, y mientras convencían a Fernando de que se bañara, les dieron las 8:30. A los hijos les daba "jartera" el paseo, pero Jaime Pardo, que por lo general sólo viajaba en compañía de su esposa, los obligó a acompañarlos. Fue una especie de castigo, porque se había negado a visitar a su abuela en Ubaque.
Finalmente se montaron en el jeep Nissan,. placas FS 1182, metieron montones de periódicos viejos para vender en La Mesa, el viejo televisor en blanco y negro, y arrancaron. En la mitad del viaje hicieron una parada para comprar las provisiones del asado del almuerzo. Cerca de las 10 llegaron a la finca, un predio de 10 fanegadas sembradas de café, plátano, caña de azúcar y árboles frutales: "Villa Lenor". Tiene una piscina abandonada, una yegua vieja y sin nombre, 4 vacas bien cuidadas y una casa tan estrecha como la de los cuidanderos.
Una construcción en obra negra que no guarda armonía con el paisaje rural, emerge un lado de la casa y la piscina como único indicio de mejoras locativas.
Según le contó a SEMANA Jairo Ramírez, el administrador de la finca, Pardo, como siempre, se puso las botas y machete en mano se internó en el cafetal. Cerca de la 1:30 almorzaron y después jugaron fútbol. Lo único extraño que hizo Jaime Pardo esa tarde fue disparar con la pistola 7.35. Fue el primer y último disparo que hizo en su vida. De ello fue testigo William, su escolta de la UP, que le relató a SEMANA: "El cogió la pistola, cerró los ojos, y aunque le parecía terrible, disparó al aire. Después le dijo a su esposa en el camino de regreso: Chatica, voy muy contento, porque hice mi primer tiro".
Después de una leve discusión sobre quedarse en la finca o cumplir el compromiso social, resolvieron emprender el regreso. Eran las 3:30 de la tarde. Ya al volante, Pardo le dijo al cuidandero: "Jairo, usted haga de cuenta que es el dueño y por la plata no se preocupe que yo regreso e jueves o viernes".
Pocos minutos más tarde paró en la tienda donde vive el fontanero del municipio, Jorge Amaya, y le dejó dicho que revisara la tubería, porque no le estaba llegando agua suficiente a la finca.
En ese momento, sus asesinos, ubicados a 150 metros del lugar en una tienda del camino, acababan de pedir su quinta ronda de cervezas. Al contrario de lo que se ha dicho, no eran sólo tres. Estaba con ellos, en lo que hubiera parecido un paseo familiar, una pareja con un niño de brazos. Según cuentan los de la tienda, tan pronto pasó el jeep de la familia Pardo, los sicarios pagaron precipitadamente la cuenta y se subieron en los dos vehículos en los que se movilizaban: un Renault 18 azul de placas AS 1015 y un taxi grande, negro y amarillo, que arrancó detrás del Renault a menor velocidad con la pareja y el niño. A los 15 minutos y detrás de un bus de la Flota San Vicente, la señora de Pardo en un carro amarillo llegó gritando a la tienda: "Mataron a Jaime, mataron a Jaime".
La recta final
¿Qué había pasado? Según versiones de la familia y del guardaespaldas de Pardo, a eso de las 3:45 un carro azul que se desplazaba a gran velocidad, parecía pedir paso. Como de costumbre, el doctor Pardo, regular chofer, manejaba por el centro de la vía. Edison, su hijo de 16 años, le dijo: "Papá; déjalos pasar que parecen borrachos". Estaban llegando al final de la única recta prolongada de la carretera. Desde el carro, los hijos y el escolta vieron algo raro, como escopetas largas. Era demasiado tarde. Supieron que los iban a matar. En fracción de segundos, todo estaba consumado. "Sentí un ruido como de lluvia", dijo doña Gloria. Pardo Leal cayó baleado sobre el hombro de su mujer. William, el escolta, desde atrás lo corrió a la derecha y cogió el timón. Ya había hecho, sin embargo, varios tiros que hicieron impacto en el Renault y que presumiblemente hirieron a uno de los sicarios.
Ciento cincuenta metros más adelante, y ante la posibilidad de estrellarse con un vehículo que venía en sentido contrario, el escolta, ayudado por doña Gloria que alcanzó a poner el pie en el freno, logró detener el jeep. Desesperados, todos gritaron pidiendo ayuda. Pasaron varios vehículos que no se detuvieron. Era difícil que lo hicieran. Lo que se veía desde la carretera era un hombre armado.
Era William que, aún con las armas en la mano, pedía ayuda. Luego un bus de la Flota San Vicente se detuvo momentáneamente. Uno de los pasajeros que no quiso revelar su identidad, le contó a SEMANA lo que sucedió: "Veníamos con 10 personas de pie. El viaje había sido normal hasta Patio Bonito. De pronto, vimos al frente algo que parecía un accidente. El conductor paró 30 ó 40 metros más allá. Alguien en el bus gritó: ¡están disparando! Cuando volteé a mirar, vi un Nissan blanco parado contra un barranco. Una señora de vestido amarillo pedía auxilio arrodillada en la carretera. Un hombre trataba con gran esfuerzo de sacar al herido del carro. Mientras tanto un jeep rojo había parado, pero finalmente volvió a arrancar sin llevarse al herido. El chófer del bus tampoco quiso meterse en el lío y arrancó. Metros mas adelante la gente gritó: déle paso, déle paso, Entonces me di cuenta de que era el mismo Nissan blanco. A los pocos segundos vimos como se encunetaba violentamente. Ahí fue cuando resolví que había que hacer algo y le grite al chófer que parara. Entonces supimos que se trataba del doctor Pardo Leal" .
A Pardo lo acomodaron difícilmente en el piso del bus, dos de sus hijos iban con el. Iván de 20 años y el pequeño Fernando, ambos con heridas leves, producto del impacto de la encunetada. Hubo histeria en el bus.
Inclusive, el chófer tuvo que parar, para que se bajara una familia. Quince minutos mas tarde, apenas pasadas las 4 de la tarde, el doctor Diego García Morales del Hospital Pedro León Álvarez Díaz de La Mesa, recibió a Pardo Leal agonizante. Después de una hora de intensos esfuerzos para salvarle la vida, los médicos se rindieron ante la evidencia de que Pardo había muerto. Eran las 5:45 de la tarde. Comenzaban las 48 horas más difíciles de los últimos años.
Puente trunco
Mientras todo esto sucedía, en Bogotá las versiones continuaban siendo confusas. A las 4:30 el presidente Barco se comunicó con el general Maza Márquez, que se encontraba descansando en su casa, y acababa de escuchar la noticia por el radio. General, le dijo, Pardo Leal está herido. No se sabe si en un accidente de transito, o por un atentado. Las informaciones son confusas. Cuando Maza Márquez se dirigió a sus oficinas del DAS, y comenzó hacer las primeras investigaciones, en Anapoima, el alcalde de Bogotá, Julio Cesar Sánchez, se vio obligado a interrumpir la lectura de "De ciertas damas", de Carlos Lleras, para responder una llamada del Presidente. "Acaban de herir a Pardo Leal" le dijo. Y agregó: "Aquí en Bogotá no hay ningún ministro. Creo que tu eres el más indicado para manejar el asunto. Vete para La Mesa, y averigua qué fue lo que pasó".
Otras tres personas claves en los últimos días de Jaime Pardo Leal también se enteraron a esa misma hora de la noticia. Carlos Ossa, con quien Pardo tenía una cita el miércoles 14, como la hacían cada 14 días se encontraba en su casa aprovechando uno de los pocos momentos de descanso que le dejan sus interminables "correras pacificadoras" por el territorio nacional. Una llamada telefónica del secretario de Integración de la Presidencia, Rafael Pardo, le comunicó la noticia, de inmediato se dirigió a la Casa de Nariño, donde solamente se encontraba el Presidente de la República Los ministros estaban todos fuera de Bogota: Defensa y Relaciones en Melgar, de donde fueron llamados por el Presidente; Gobierno en Pereira y Justicia en el Llano, en donde son localizados y citados para un mini-consejo de ministros el día siguiente.
En un bus urbano, en dirección sur-norte, el jefe de la escolta de Jaime Pardo, que en los últimos 18 meses se había convertido en su sombra, seguía los pormenores del partido Santa Fe-Cali. Una interrupción de la transmisión radial con un boletín de ultima hora, dio la información: Jaime Pardo está herido "Me sentí muy mal", le dijo a SEMANA. Y recordó que inmediatamente se dirigió a las oficinas del DAS, donde ya Maza Márquez estaba impartiendo vigorosas instrucciones.
A las 6 de la tarde, Álvaro Salazar, el amigo por cuyo compromiso matrimonial Jaime Pardo había decidido regresar a Bogotá, llegó al Cinep en compañía de su novia. Allí los esperaba Francisco De Roux, el jesuita que iba a bendecir las argollas. "Lo siento mucho", le dijo, sin que Salazar entendiera de que se trataba. ¿Por qué me da ese pésame, si yo lo que me voy es a casar? le preguntó al sacerdote.
¿Acaso no sabe? le dijo De Roux. "Es que mataron a Jaime Pardo" La misa de compromiso se transformó entonces, en una misa de réquiem. Dos horas después, Salazar se convirtió en el coordinador de todos los preparativos de las honras fúnebres de Pardo.
El alcalde a cargo
A su llegada al hospital de La Mesa, el alcalde de Bogotá, Julio César Sánchez, encontró un escenario macabro. Según se lo relató a SEMANA, la viuda se encontraba en una esquina de la sala de urgencias, musitando frases incoherentes. Los hijos estaban con sus ropas todas ensangrentadas, y el más pequeño se revolcaba del dolor de estómago. El cadáver de Jaime Pardo estaba desnudo, sobre una tarima de baldosín. Nadie sabía exactamente qué hacer.
Al frente del hospital ya había gente arremolinada, y el alcalde Sánchez fue informado de que aparentemente ya estaban en camino marchas desde Viotá y Mesitas. Comenzaban a oírse consignas, y algunos exigían que el cadáver fuera velado en la plaza pública de La Mesa.
Julio César Sánchez tuvo que pensarlo muy rápido. De su propio bolsillo compró el ataúd de Pardo. También ropa para los tres hijos, para remplazar su ropa ensangrentada. De Bogotá, el Presidente había enviado un helicóptero que, cuando las versiones tan solo indicaban que Pardo estaba herido, iba a transportarlo a la capital. El aparato, en cambio, sirvió par trasladar hasta la clínica Santa Fe, donde Barco personalmente había reservado habitaciones, a dos de los hijos de Pardo, heridos. Para su aterrizaje nocturno, el alcalde Sánchez ordenó encender fogatas y las luces de docenas de vehículos en el estadio del colegio de La Mesa. También por iniciativa suya se organizó una caravana de ambulancias, en una de las cuales el cadáver de Pardo fue trasladado a Bogotá.
Durante la noche, en Palacio, el presidente Barco, Ossa y los ministros de Defensa y Relaciones, que habían regresado de Melgar, seguían paso a paso el desarrollo de los acontecimientos de orden público en el país, y recibían información permanente del alcalde Sánchez desde La Mesa. Las noticias sobre alteraciones de orden público en los barrios periféricos de la capital, en los municipios de Bosa y Soacha, y en Barrancabermeja aumentaron la tensión. Todo podía suceder.
El cadáver de Jaime Pardo llegó a las 11 de la noche a la sede de la UP.
No se le había hecho autopsia, y los militantes de la UP insistieron en que se le realizara en la sede del movimiento. Como los médicos legistas consideraron absurda esta posibilidad, la UP accedió a entregar el cadáver, con la condición de que el consejero Carlos Ossa lo acompañara a Medicina Legal. Ese fue el motivo por el cual Carlos Ossa llegó a la sede de la UP a las tres de la mañana. Su entrada solitaria y su figura patética fueron captadas por las cámaras de la televisión, como un testimonio mudo de la tragedia que vivía el país.
Esa noche los disturbios más graves de orden publico se presentaron en el barrio Policarpa Salavarrieta, uno de los más politizados al sur de la capital, con un saldo de un policía y tres civiles muertos.
El lunes, a las 11 de la mañana, el cadáver de Pardo llegó a la Plaza de Bolívar donde, bajó un toldo y en medio de cuatro sirios, comenzaron a velarlo. Previendo que el amplio y significativo escenario de la Plaza de Bolívar pudiera presentarse para encender los ánimos oratorios de los militantes de la UP, el alcalde los convenció de que la velación debía hacerse mas bien en el interior del Capitolio. En compensación les ofreció sacar el Ejército del edifico del Congreso, y permitir que los propios miembros de la UP requisaran a los visitantes.
La romería de gente que ingresó al Capitolio se hizo pacíficamente. Pero en otro punto de la ciudad había otros cinco muertos: cuatro jóvenes de la UP, victimas de una explosión provocada por las bombas que fabricaban, y una vecina de la casa donde ocurrió la tragedia. Esa noche los colombianos se acostaron con la sensación de que el día siguiente seria un trágico martes 13. En nada contribuyó a borrar esta idea el lánguido y lacónico comunicado que el gobierno dio a conocer por televisión, a través del ministro de Gobierno.
En las primeras horas del martes mientras en el ministerio de Defensa se realizaba un rutinario Consejo de Seguridad, en la Alcaldía, en pleno corazón de Bogotá, Julio César Sánchez, en compañía de los comandantes del Ejército y la Policía de Bogotá, planeó con la precisión de un relojero suizo, el operativo de seguridad.
La consigna fue corta y clara: ninguna ostentación de fuerza publica en las calles. Con base en ella se desmilitarizó el Policarpa y se dejó en libertad a 30 militantes de la UP y del PC capturados cuando tiraban piedra e incitaban al desorden.
Los primeros disturbios graves en la Plaza de Bolívar fueron protagonizados por un grupo de muchachos no mayores de 15 años. Rompieron la puerta del destruido Palacio de Justicia y entraron al edificio, desde donde arrojaron piedras a un grupo de policías que se encontraban apostados en un costado de la Plaza. Otros tomaron un tanque de gas, lo colocaron bajo un vehículo de la Policía e intentaron prenderle fuego. En ese momento, recuerda el alcalde, se vino el aguacero. Yo le di gracias al cielo.
A un suboficial que intentó penetrar al Palacio de Justicia le dieron un ladrillazo en la cabeza que le hizo perder los estribos y, olvidándose de la consigna, arrojó una bomba de gas lacrimógeno que produjo pánico y estampida. Incluso alcanzó a arrancar algunas lágrimas del ministro de Gobierno, César Gaviria, que en ese momento se dirigía al Capitolio. En medio de la confusión explotó una bomba de humo que cubrió toda la Plaza de Bolívar. El alcalde, entonces, tomó la decisión de adelantar las exequias de Pardo. Llamó de inmediato a Carlos Romero y transaron para las 4 de la tarde la realización de las honras fúnebres.
A las 3 :45 comenzó la ceremonia en la Catedral. La misa debía ser concelebrada por el párroco y uno jesuitas del Cinep, pero el alcalde se hizo el de la vista gorda. Tuvieron que quedarse con la homilía entre el bolsillo, por que llegaron a la Catedral cuando la procesión salía hacia el cementerio. A la misa, en representación del gobierno, asistieron únicamente los ministros de Gobierno, Relaciones y Justicia, y el consejero Carlos Ossa, quienes se vieron obligados a entrar por la puerta lateral. Tomaron la decisión de no ir hasta el cementerio porque el ambiente estaba muy caldeado.
Los que si se atrevieron, porque fueron expresamente invitados por la Unión Patriótica, fueron algunos representantes de los partidos tradicionales: Ernesto Samper, Alvaro Leyva, Eduardo Mestre, Jaime Niño Diez. Durante todo el trayecto fueron insultados, cuando eran reconocidos por los manifestantes.
El alcalde había desmilitarizado toda la carrera séptima, y su organización se la entregó a los policías de transito, porque, según el, los enemigos de los motos son los conductores, y no los peatones.
Los gritos de consignas como "Si señor, como no, el gobierno lo mató" y "Samudio asesino", fueron ahogados por la ovación de la gente, cuando una gigantesca pancarta de la Coordinadora Guerrillera fue desplegada a la entrada del cementerio.
En el cementerio, el alcalde Julio César Sánchez había ordenado a la empresa de energía iluminar profusamente el escenario. La tumba de Pardo la había escogido él mismo, y era la mejor de las que quedaban disponibles, muy cerca de las de otros destacados lideres políticos. A cargo de la administración distrital, se pagó un millón de pesos por ella.
Junto a su tumba, esperaba a la manifestación otro grupo de políticos de los partidos tradicionales: Luis Carlos Galán, Jota Emilio Valderrama y Clara López Obregón. Todos ellos tuvieron que salir corriendo en un momento dado, cuando la hostilidad de los manifestantes se hizo insostenible. La evacuación afanosa se produjo por la puerta lateral de la 24 que, nuevamente, gracias a la previsión del alcalde, se había abierto después de muchos años de desuso. Los políticos tuvieron que contentarse con enviar sus discursos vírgenes a los medios de comunicación.
A la agresividad de los manifestantes contribuyó una hojita volante que la Coordinadora Gaitanista hizo circular entre los presentes. Una de sus frases decía: Cuando mataron a Gaitán fue Carlos Lleras el que habló en el entierro. Y desde ese momento la oligarquía liberal se robó la imagen del líder. Hoy asesinan a Pardo Leal, y va a ser el hijo político de Lleras, Luis Carlos Galán, quien hablará en el cementerio. La historia se repite. "No vamos a dejar robar nuevamente a nuestros mártires".
Ni siquiera los mismos representantes de los manifestantes se salvaron de la anarquía. Los discursos de Gilberto Viera y de Bernardo Jaramillo, el sucesor de Pardo en la UP, también fueron saboteados. Lo único que pareció conmover a la masa de enardecida fue la oración de la esposa de Pardo Leal, que pronunció la frase más estremecedora de la jornada: "Quedamos desolados. No sabemos donde albergar tanto dolor".
A la salida del cementerio unos encapuchados izaron la bandera del M-19 y de la Coordinadora Nacional Guerrillera, y dispararon ráfagas de metralleta al aire, produciendo la estampida final. Alrededor de cien manifestantes se quedaron en el cementerio, y anunciaron su decisión de desenterrar a Pardo para darle una última vuelta. Ya la paciencia del alcalde no dio más. Anuncio que en 15 minutos apagaría la luz y los dejaría encerrados con los muertos. Al fin, pasado este tiempo, Jaime Pardo Leal pudo descansar en paz. Eran las 7:30 de la noche del martes 13.
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